Monday 13 October 2025
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abc - 21 hours ago

Los últimos minutos de un kamikaze antes de morir: «Hija mía, estarás a mi lado hasta el final»

Cuando tan solo faltaba un año para que terminara la Segunda Guerra Mundial, el capitán que se encontraba al mando del portaaviones Chiyoda, Eiichiro Jo, escribió la siguiente carta a su cuartel general: «Ya no es tiempo de esperar a destruir por medios ordinarios los portaaviones enemigos, que son muy superiores en número. Pido, pues, que se forme rápidamente un cuerpo aéreo especial cuyos pilotos serán destinados a arrojarse directamente contra los navíos enemigos y que se me confíe su dirección». El objetivo era explicar a sus superiores que la única forma de restablecer el equilibrio de fuerzas entre Japón y la superior armada estadounidense era recurrir a estas misiones de sacrificio . Al final de la guerra, se contabilizaron 34 buques aliados hundidos por las acciones de los kamikazes, dejando prácticamente inservibles otros 368 y provocando 9.700 bajas. En el bando japonés, por su parte, murieron más de 4.000 pilotos suicidas , en un sacrificio que resultó finalmente infructuoso, como quedó demostrado en la ceremonia de su rendición celebrada encima del Missouri el 2 de septiembre de 1945. Este acorazado se encontraba anclado en la bahía de Tokio después de que hubiera sido alcanzado precisamente por un kamikaze japonés, dejando a la vista una de las última heridas provocadas por estos combatientes a los que no les importó quitarse la vida con tal de ocasionar el máximo daño posible al enemigo. Tal fue su entrega que cuando el emperador Hirohito se rindió en agosto de ese año, el almirante Onishi siguió el mismo camino que los malogrados kamikazes y se suicidó. El más letal de los ataques de este tipo se produjo el 19 de marzo de 1945 a las 7 de la mañana, cuando un kamikaze se estrelló contra el portaaviones Franklin cerca de la base de Okinawa. El avión atravesó el puente y explotó en el hangar donde estaban los aparatos estadounidenses llenos de bombas. Se iniciaron entonces una serie de explosiones en cadena y, en apenas cinco minutos, murieron 800 tripulantes estadounidenses, además del piloto japonés. Tal fue la masacre que ocasionó que aterrorizó a los aliados. Su asombrosa historia fue contada de primera mano en ABC , veinte años después, por el almirante Kimpei Teraoka, uno de los mandos responsables de crear, formar y dirigir una de estas unidades de kamikazes en 1944 y 1945. El nombre encargado de enviar a sus hombres a la muerte, mediante ataques suicidas, para detener el avance de los aliados en el océano Pacífico y evitar que llegasen a las costas japonesas. Una medida desesperada que llevaron a cabo con aviones cargados con bombas de 250 kilogramos que pilotaban hasta colisionar contra los portaaviones enemigos. Según contaba Teraoka a ABC, la idea de sacrificarse lanzando su avión contra los navíos enemigos se fraguó durante los bombardeos aliados contra los nipones en Rabaul, a finales de 1943. Allí adquirieron conciencia de la inferioridad numérica de su «pobre aviación», según la calificaba el almirante. «Puede decirse que la noción misma del suicidio como servicio obligado nació de la exaltación patriótica de todos los soldados del frente, que, repentinamente, se dieron cuenta de que la guerra había llegado a una fase crítica para el Japón», explicaba a continuación. Que aquel honor se convirtiera en realidad correspondió al vicealmirante Takijiro Onishi. En otoño de 1944 ocupaba el puesto de director de las manufacturas aeronáuticas en el Ministerio de Producción Industrial y centraba sus esfuerzos en aumentar la construcción de bombarderos y cazas. Su cargo le permitió conocer mejor que ningún otro la pésima situación en la que se encontraba su aviación y pronto se dio cuenta de que ya no había posibilidad de enfrentarse en igualdad de condiciones a los estadounidenses. Fue en ese momento cuando recibió la carta del capitán Eiichiro Jo con su propuesta de empezar a realizar ataques suicidas. «Es fácil imaginar lo impresionado que se quedó ante la idea», relataba en ABC el almirante Teraoka, que añade después cómo el plan fue estudiado por el Estado Mayor hasta ser aceptado: «Todo estaba dispuesto para que la epopeya de los kamikazes pudiera empezar». En la primera nota pública y oficial en la que Onishi informó de la puesta en marcha de las misiones de sacrificio, dijo: «Combatir de una manera clásica sería lanzar inútilmente mis jóvenes a la voracidad de un enemigo superior en número y en armamento. Lo que importa a un comandante es encontrar una muerte útil y honrosa para sus soldados. Estoy convencido de que las operaciones de sacrificio no son sino un acto de amor grandísimo». El primer ataque de un kamikaze se produjo el 25 de octubre de 1944 a mediodía. Seis aviones japoneses, tras lograr esquivar los ataques de los cazas norteamericanos de una flota localizada a 380 kilómetros de Manila, se precipitaron contra un navío para lanzar sus torpedos. «Sin embargo, a las 10.45 horas se produjo aquel hecho extraordinario que entusiasmó a todos mis pilotos: el avión del almirante Masafumi Arima se lanzó deliberadamente contra el portaaviones, que fue hundido por aquella carga heroica», recordaba a este diario Teraoka. Y añadía: «Antes de decidirse a sacrificarse, Arima lo había meditado largamente. Había comprendido que, en la situación en que se encontraba Japón, ya no tenía más medios eficaces de combate que la superioridad de su fuerza moral». Acababan de hacer su aparición en la Segunda Guerra Mundial los temidos kamikazes. Después de aquel ataque, en el que murieron más de 140 soldados estadounidenses y otros 500 quedaron sobre el agua heridos, todos los buques comenzaron a mirar al cielo con inquietud. En los siguientes tres días, hundieron o dañaron seriamente nueve destructores, cuatro cruceros, tres buques de transporte, dos acorazados y otro portaaviones mediante los ataques suicidas. La todopoderosa Armada estadounidense se preguntaba cómo combatir contra la voluntad de aquel enemigo capaz de sacrificar su propia vida para causarles el máximo daño posible. El relato de Teraoka a este diario sobre aquellos primeros jóvenes voluntarios era sobrecogedor. Los calificó como «héroes sacrificados, seres delicados de valor extraordinario y un alma ardiente». A continación recordaba a uno de ellos: «Yukio Seki era un joven oficial de 23 años recién salido de la escuela naval. Hasta el mes de agosto de 1944, había sido instructor. Se había casado hacía poco y dejó a su mujer para venir al frente. Una vez superados los primeros efectos del cambio de clima, ardía en deseos de participar en el combate y, con pleno conocimiento de causa, fue de los primeros que solicitó tomar parte en las operaciones suicidas. Unos días después, aquel 25 de octubre, a las 7.25 horas, subió a bordo de su aparato como jefe del comando Shikishima tras entregarle al capitán un pequeño envoltorio. Desde la base de Clark, los pilotos se dirigieron rumbo a Filipinas. A las 10.40 horas descubrieron un grupo de navíos enemigos sobre los cuales se precipitaron cinco minutos más tarde. Aquella fue la primera hazaña de los kamikaze. El envoltorio que el teniente Seki había dejado contenía un mechón de pelo para que le fuese entregado a su joven esposa». Después añadía otra de estos trágicos relatos de guerra: «Capitán de su equipo de fútbol en el instituto, este alférez estudiaba economía política en la Universidad Rikkyo cuando se alistó en la aviación [...]. Al comunicar a sus padres su decisión, estos no pudieron hacer nada que no fuese felicitarle, pues su resolución eran muy firme. Se había casado dos años antes y tenía una hija de cuatro meses llamada Motoko a la que casi no había tenido tiempo de ver antes de marchar al frente. Antes de morir, escribió una carta conmovedora a su hija: Cuando seas mayor, pedirás a mamá y a tus tías que te hablen de mí. Yo fui quien eligió tu nombre, para que seas una niña buena y dulce. Cuando tengas ganas de ver a papá, irás al templo Yasukuni de Kudan. Entonces me verás en el fondo de tu corazón. Serás la única esperanza de tus abuelos y no tendrás que sufrir por mi ausencia, estoy seguro. La muñeca que te compré cuando naciste, la llevo conmigo en mi avión. De este modo, estarás a mi lado hasta el fin . La madre del alférez Uemura me contó que su hijo la había llamado por teléfono inmediatamente antes de partir para su última misión. Nos dijo que quería oír la voz de Motoko. Mi nuera intentó hacer que gritase. Imposible, solo sonreía . El 26 de octubre de 1944, a las 10.15, Uemura partió con sus compañeros. A las 10.50 localizaron unos navíos americanos y se arrojaron sobre un portaaviones. Así fue cómo Uemura pereció con su aparato, arrastrando a la muerte un buque enemigo». Según Teraoka, a partir de ese momento siempre vio a Onishi junto a sus jóvenes voluntarios. A todas horas, sin separarse, hasta el punto de que fue bautizado como el «Padre de los kamikazes». Otro de los primeros fue el alférez Mitsuo Ohta, que, sin embargo, al final acabó escribiendo su página en la historia como el hombre que más tarde inventó el «Ohka» (flor de cerezo), un aparato especial totalmente concebido para las misiones de sacrificio. Cuando Onishi formó las primeras unidades de kamikazes en octubre de 1944, comenzaron a llegar a los centros de reclutamiento cientos de voluntarios procedentes de las universidades. Los futuros pilotos tenían una edad media de 19 años, siendo de 17 el más joven de los que se tiene constancia en los registros. Independientemente de su edad, a todos los pilotos les resultó completamente natural el hecho de tener que sacrificarse para tratar de enderezar la situación de la guerra.


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