Saturday 1 November 2025
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abc - 15 hours ago

La huellas del estilo

EN 1943, durante el debate sobre la reconstrucción de la Cámara de los Comunes, bombardeada por los nazis, Winston Churchill dijo: «Damos forma a nuestros edificios, y luego nuestros edificios nos dan forma a nosotros», enfatizando cómo la forma rectangular y adversarial de la sala del Parlamento ingles había creado el sistema bipartidista británico. Cuando especulaba en estas mismas páginas que el reinado de Trump traería múltiples oportunidades para pensar sobre el mundo de los átomos y de la física , en el lenguaje de Thiel y Musk, nunca me hubiera imaginado esas imágenes asombrosas de la demolición repentina del ala este de la Casa Blanca, en el más puro estilo de promotor canalla. ¡Y luego, que vengan a protestar! La promesa del Donald J. Trump Ballroom, más grande que la propia Casa Blanca, verifica la creciente importancia de las políticas materiales, no discursivas. Si, como decía Churchill, la arquitectura forma al pueblo, la incipiente arquitectura trumpiana parece tener el objetivo de formar al personal de la Casa Blanca en verdaderos party animals , a imitación del propio Trump, que se educó en los 80 en Studio 54, a ritmo de Village People, si no en una clase global de vasallos, bufones y cortesanas que acudirán a las opulentas fiestas del nuevo rey, desde los últimos confines del mundo. Es bien sabido que los autócratas tienen propensión a usar la arquitectura para reafirmar su poder. Como dijo Jean-Baptiste Colbert, el ministro de Hacienda de Luis XIV, el cliente de Versalles, «en ausencia de brillantes hazañas de guerra, nada proclama la grandeza y el espíritu de los príncipes más que los edificios». Ya se sabe que la arquitectura y la guerra son las dos caras de la misma moneda, como se ve claramente en la obsesión de Trump por recibir el Nobel de la Paz en su salón de baile o bajo su Arco del Triunfo, al son de YMCA . La afición de los autócratas por la arquitectura como mecanismo político es bien conocida. Hitler y Mussolini fueron ilustres ejemplos de esta inclinación. Tras su derrota en la Segunda Guerra Mundial, una serie de gobiernos semiautoritarios tomaron el relevo y se embarcaron en la construcción de nuevas ciudades: Kubitschek en Brasilia, Nehru en Chandigarh, Ayub Khan en Islamabad y Dhaka… Aparte de ser mecanismos de desarrollo económico, las ciudades forman al pueblo. Y sobre todo, dejan una huella material de la grandeza de sus líderes. La gestión de las huellas siempre fue muy importante para los autócratas. Las suyas y las de sus precursores. «¡Borrad las huellas!». Walter Benjamin citaba a su amigo Bertolt Brecht en su ensayo Experiencia y pobreza (1933, escrito mientras huía de los nazis), donde reflexionaba sobre la devaluación de la experiencia humana tras la Primera Guerra Mundial y proponía un «barbarismo positivo» como vía para una renovación radical de la cultura. Usaba la cita para contrastar el interior burgués, lleno de huellas, con la arquitectura moderna desnuda y transparente, que no permite dejar marcas, que no acumula polvo y que abraza la pobreza de experiencia posbélica y el barbarismo y la pobreza y el rechazo del confort opulento del estilo Biedermeier (el de los burgueses que votaron por Hitler) como forma de liberación del Ancien Régime . No solamente hay que borrar las huellas sino evitar que nadie deje las suyas. El barbarismo le llegaría póstumamente a Benjamin, con la emergencia del neoliberalismo globalista en los 70 y su gestión de los procesos materiales: el poder neoliberal es global y no tiene rostro. La ciudad se financiariza y está gestionada por fondos de inversión inmobiliaria y socimis. Sus huellas son genéricas y hablan en neolengua futura, en Londres, Pekín, Shanghái, Dubái o Seúl. Hasta los autócratas se han escondido detrás de los consultores y los reit y socimis: Nazarbayev en Astana, Aliyev en Bakú, Mohamed bin Rashid Al Maktoum en Dubái, Mohamed bin Salman en la ciudad de Neom o Abdel Fattah al Sisi en la nueva capital administrativa en El Cairo, todos han recurrido al camuflaje de las neolenguas genéricas posmodernas o seudomodernas, que pueblan también el porfolio del propio Trump. Hasta los proyectos públicos se barbarizaron. El caso del Guggenheim Bilbao es particularmente interesante como ejemplo de las neolenguas neoliberales: un proyecto costosísimo, enteramente financiado por el estado autónomo, que se alía con una institución internacional como estrategia política para desidentitarizar el País Vasco. Diluye las tensiones identitarias a base de una arquitectura-ovni que busca eliminar cualquier traza de cultura local y se esconde detrás de una marca internacional. Un éxito insuperable. Como representante excelso de la nueva era posglobal MAGA, Trump se alinea no solo con Hitler y Mussolini en sus veleidades arquitectónicas, sino con más recientes autócratas posglobales: Ceaucescu en el Palacio del Parlamento en Bucarest, Erdogan en su Palacio de Ankara y la nueva Mezquita de Estambul, o con Viktor Orbán en el Castillo de Buda. Todos usan paleolenguas arquitectónicas para reclamar la identidad colectiva. El decreto de Promover la Belleza de la Arquitectura Cívica Federal ya era un intento de dictar el lenguaje de la arquitectura, no muy diferente de la obligación de usar pronombres y neolenguas en la Administración Biden. Pero ahora que somos testigos de la proliferación de ornamentos dorados en el Despacho Oval que, por cierto, están más en la tradición de los conejitos de Cadbury que en la de François de Cuvilliés en Amalienburg, y los proyectos del nuevo Salón de Baile en la Casa Blanca y el proyecto de Arco del Triunfo en Arlington, podemos afirmar que Trump es un traidor al espíritu arquitectónico nacional. La arquitectura de la Casa Blanca encarna junto con Monticello de Thomas Jefferson el llamado estilo federal , que prevaleció tras la redacción de la Constitución norteamericana. Basado en la arquitectura paladiana, el estilo federal enfatizaba el equilibrio y la simplicidad para representar los ideales de la Ilustración –Locke, Voltaire, Adam Smith…–, oponiéndose a los monarcas como gobernantes semidivinos y de la opulencia rococó asociada a las monarquías europeas. El nuevo Salón de Baile de Trump mantiene un exterior diseñado en el estilo federal y un interior con capiteles corintios y medallones dorados rococó, ajenos a la sobriedad de un estilo que repudiaba visceralmente el lujo y la ostentación de las monarquías europeas, y que va a acumular cantidades ingentes de caspa y polvo benjaminiano. Es un edificio para dejar huellas… equivocadas: No Kings in the White House . Para justificarse, Trump dice que no puede ser que el país más importante del mundo celebre sus eventos en una carpa en el jardín, pero la carpa es la actualización perfecta del estilo federal : una arquitectura funcional y efímera que minimiza el gasto público y reduce el Estado a su mínima expresión. La carpa es la arquitectura verdaderamente bárbara y pobre en el sentido benjaminiano: la que no deja huellas. Pero, aparte de proveerse de un espacio donde satisfacer su apetito de monarca medieval por el fausto y la celebración, lo que Trump quiere realmente, como buen autócrata, es dejar una huella material. Solo podemos imaginarnos el ejército de señoras con plumero que tendrán que limpiar la mugre que se va a acumular en todas esas molduras doradas, a cuenta del contribuyente. A lo mejor deberían dejarla para engrosar la huella y convertir la Casa Blanca en un verdadero interior Biedermeier. Ahora que Trump sabe que tiene discreción para hacer lo que le venga en gana, si fuese un verdadero patriota tiraría la Casa Blanca entera para sustituirla por una carpa grande y estupenda: el estilo federal requiere una actualización. Ese proyecto se lo hago yo gratis, oiga.


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