Monday 20 October 2025
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abc - 3 days ago

Cartas desde el exilio contra la República, con la mirada puesta en la «libertad» de la Transición

«Ya no hay nada que hacer». Con esas palabras terminó el general jefe del Estado Mayor Central, Vicente Rojo , su análisis de la situación ante el presidente de la República, Manuel Azaña , en la reunión que mantuvieron la noche del 28 de enero de 1939 cerca de la frontera gala. La guerra no había terminado, pero ya se iniciaba el gran éxodo de la cuarta oleada de españoles en busca de refugio de Francia. Más de 150.000 personas habían cursado sus correspondientes peticiones de asilo. El domingo 5 de febrero, a las seis de la mañana, Azaña, su familia y su séquito emprendieron la marcha hacia el destierro. Antes de llegar a la frontera, se desviaron de la carretera principal hasta La Bajol, en Gerona, «una aldehuela enriscada en los Pirineos», la describió el presidente en sus diarios. Allí estuvo sus últimos días en España y pasó revista por última vez a su batallón. La escena fue desgarradora, pero no había tiempo que perder y el mandatario se puso manos a la obra con una idea clara: «La única realidad es que hemos perdido la guerra y no nos queda más que sacar las consecuencias», comentó. Una vez en Francia, en los pocos meses que le quedaban de vida, Azaña mantuvo una intensa correspondencia con los demás exiliados. Al comienzo de su último ensayo, Hambre de patria: La idea de España en el exilio republicano (Arzalia), Juan Francisco Fuentes define esas cartas como «una reflexión angustiada, saturada de nostalgia, sobre España y su pasado, pero también sobre los errores cometidos en los años 30, que derivó en la búsqueda de fórmulas políticas que hicieran posible la libertad y la convivencia cuando la historia les diera a los españoles una nueva oportunidad». «En la configuración de esa idea de la España del futuro, para mí la figura clave fue Azaña, por lo claro y lo pronto que vio la necesidad de una catarsis general de la izquierda. Murió en noviembre de 1940, muy pronto, y apenas pudo transmitir sus enseñanzas, pero después vinieron otros muchos que llegaron, cada uno por su cuenta, a la misma conclusión. En el PSOE, por ejemplo, tanto Indalecio Prieto como Francisco Largo Caballero, rivales de toda la vida, estuvieron de acuerdo en que había que negociar con los monárquicos una restauración de la monarquía que trajera la libertad y pusiera fin al exilio», explica a ABC el autor de este libro que nació de su discurso de ingreso en noviembre en la Real Academia de la Historia (RAH). Hambre de patria es, efectivamente, la historia de la diáspora republicana tras la Guerra Civil, contada a partir de los testimonios que dejaron en sus cartas personales aquellos que la padecieron. Muchas de ellas solo las leyeron sus destinatarios. De todos esos recuerdos y testimonios, también de sus reproches, emerge una imagen que nada tiene que ver con la idealización de la República, criticada precisamente por algunos de sus protagonistas más notables cuando marcharon al exilio. «Creo que es necesario que se conozcan estos testimonios porque tengo la impresión de que los dirigentes de la izquierda vencida en la Guerra Civil no se sentirían precisamente identificados con muchas cosas que se dicen hoy. Hay que dejar que quienes vivieron aquello de verdad se expresen por sí mismos a través de sus textos y transmitan a las generaciones actuales la lección de eso que Azaña llamó la musa del escarmiento », añade. Fuentes se refiere a la carta que Azaña le envió al escritor y periodista Esteban Salazar, el 26 de febrero de 1940, desde Pyla-sur-Mer: «Si hemos de pasar como españoles de muerte a vida, si nuestro país no ha de ser un pudridero en que la víctima y el verdugo se corrompan juntos [...], será volviéndose de cara a la realidad del sentir español, que no puede desperdiciar la lección, debe aprovecharla para fundar algo nuevo quemando no solo las bambalinas y los bastidores, sino la letra y la solfa de las representaciones caducadas». Y zanjaba después con la esperanza de que hubiera «gente nueva capaz de entenderlo mejor». «Muchos exiliados pensaban que si en el futuro la izquierda volvía a actuar como en los años 30, acabaría de la misma forma que entonces. Por eso eran los más interesados en que una futura democracia posfranquista tomara ejemplo de los errores del pasado», advierte el académico de la RAH. Y añade: «Los exiliados pensaban que ir directamente a otra república [tras el franquismo] supondría un desgaste político tremendo, probablemente condenado al fracaso, y para muchos lo importante no era la república, sino la libertad y poder volver a España». Según el historiador, la primera idea de una futura Transición se encontraba ya en el discurso que Azaña pronunció el 18 de julio de 1938 bajo el título Paz, piedad y perdón . Luego la desarrolló en la inmediata posguerra con libros como La velada en Benicarló (1939), que el mismo presidente reconoció en otras cartas que había escandalizado a «algunos buenos amigos» por las críticas que vertía hacia la izquierda. En esa abundante correspondencia intercambiada por otras figuras destacadas como Juan Negrín, María Zambrano, Carlos Esplá, Fernando de los Ríos, Ramón J. Sender, Luis Araquistáin y Gregorio Marañón, entre otros muchos, muy pocos eran los que pensaban en restaurar el régimen del 14 de abril de 1931 cuando la dictadura terminara. Los principales dirigentes de izquierda en el exilio la daban por finiquitada antes de acabar la guerra. Algunos, incluso, ni siquiera aspiraban a la instauración de otro tipo de república. En los años 40 asomó cada vez con más frecuencia esa reflexión sobre el futuro de España. «No se puede volver a lo que ya fracasó», le escribe Azaña a otro español refugiado en Londres, al que le advierte de que no pueden convertirse ahora en los custodios de esa República ni de su fenecida constitución. A medida que avanza la década, se abrió paso en las cartas la idea de un Gobierno de transición, aunque no se adscribiera a un tipo de régimen concreto: ni monárquico ni republicano, por lo menos de momento. «Yo diría que en esa correspondencia ya se reconoce el protagonismo de la reconciliación y el consenso en la Transición, así como el reconocimiento de la monarquía y hasta la bandera rojigualda. Además, todos se mostraban dispuestos a ceder mucho. Y lo hicieron. La prueba de que eran sinceros es que lo decían así en sus cartas a otros exiliados», reconoce.


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